Esta es una de esas columnas que preferiría no escribir. Que preferiría no haber escrito. Y aunque sólo sea una voz más entre tanta indignación, no puedo dejar de hacer oír mi voz en el altavoz que me presta la Radio.
Un
verano gaditano que se precie pasa por la playa. La Caleta para los gaditas de
pura cepa. La Victoria para los que son beduinos como yo. Y aún quedan Santa
María del Mar para los días de levante o Cortadura y El Chato para escapar de
aglomeraciones.
Cuando
tienes niños, como es mi caso, la playa es el centro neurálgico del verano. Es
una maravilla verlos disfrutar en la orilla, pertrechados de cubos palas y
rastrillos para construir, o más bien que les construyas, un castillo, con su
foso, la montaña y la muralla. Corren persiguiendo o dejándose perseguir por
las olas, se embadurnan de arena, se amenazan con las algas…
Este
verano, en mi caso, ha sido bastante especial. La pequeña va camino de los tres
años y ya tiene la autonomía suficiente para disfrutar de la playa por sí sola.
El mayor, sin embargo, tiene maneras de lobo de mar y su aventura preferida del
verano es montarse en el catamarán que lleva a El Puerto de Santa María.
Ayer,
cuando vi la imagen de ese niño sirio ahogado en la orilla de una playa turca
pensé en mis hijos. No sé si es un pensamiento egoísta, pero dicen que cuando
uno es padre es padre de todos los niños del mundo. Porque ese niño muerto
también tenía un hermano un poco mayor cuyo cadáver también lo escupió la mar. Eran
como los míos. Pero ellos no cogieron un cómodo catamarán para ir a El Puerto
de Santa María sino un barco atestado de compatriotas para escapar de la
guerra. La playa para ellos no es símbolo de juegos, carreras y diversión, sino
su tumba. El castillo no se lo construye su padre porque las murallas se las
han hecho los gobernantes europeos con alambradas y concertinas. Tan diferentes
y tan iguales
En realidad, es muy poco lo que separa a mis hijos, a nuestros hijos, sobrinos o nietos de aquel niño que yace
inerte en la orilla de la playa. No es ni la raza, ni la religión. Ni siquiera
el amor de sus padres. Lo que separa a ese niño de tres años y a su hermano de
cinco de los nuestros es la suerte. O mejor dicho, la desgracia. La desgracia
de haber nacido en un país que se descose por una Guerra Civil. Y la desgracia
de haber topado con un mundo que les responde con muros, vallas y alambradas.
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