viernes, 12 de noviembre de 2010

On air: heridas del pasado.

Foto tomada de arciprestazgodebande.blogspot.com
La columna de esta semana en el Hoy por Hoy Cádiz tocaba un tema que a mi me parece especialmente delicado: la relación Iglesia-Estado. Veinte siglos de relación entre crucifijo y espada, entre el poder político y el poder religioso, han viciado mucho las cosas. Especialmente en España y las declaraciones del papa Ratzinger el pasado fin de semana vienen a confirmarlo.

Desde mi condición de ferviente agnóstico, respeto profundamente a todos aquellos que practican una religión, sea la que sea. Incluida la católica. Mejor, dicho, principalmente la católica. Porque forma parte de la raíz de mi cultura personal y familiar y porque la doctrina que contó Jesucristo a sus discípulos y que después estos plasmaron en los Evangelios es, sin lugar a dudas, uno de los mensajes más revolucionarios e igualitarios que se hayan pronunciado en este mundo.
Hubo un tiempo, incluso, en el que me sentí parte de ese grupo y de ese mensaje. Pero ni siquiera en esa época entendía el papel que la Iglesia Católica pretendía jugar en el ámbito de lo público. Su intervención en la esfera política carece de legitimidad. Los obispos no son los representantes de los ciudadanos. Mantienen su pretensión de imponer una moral determinada y decidir lo que se puede y no se puede hacer, incluso sobre aquellos que no profesan su fe.
En España, a pesar de la aconfesionalidad declarada en la Constitución, esta voluntad de inmiscuirse en los asuntos públicos es especialmente relevante. El último ejemplo lo ha dado el alemán Ratzinger el pasado fin de semana. Su recuerdo a la España de los años 30 está absolutamente fuera de lugar. Es como si a él le recordarán su pasado con las juventudes hitlerianas. Son tiempos absolutamente diferentes.
Da la impresión de que la Iglesia no ha sabido o no ha querido asumir la pérdida de su papel predominante. No han logrado reubicarse en el nuevo entorno social en el que su palabra cada vez tiene menos seguidores e insisten en querer dictar las leyes sin presentarse a las elecciones, en confundirse con el Estado. Tampoco los políticos son capaces de superar este vínculo, de dejar de arrodillarse ante el jefe de una religión. 
El papel de la Iglesia en nuestra sociedad y en nuestra política es una de las rémoras más notables de los cuarenta años de régimen del nacionalcatolicismo. No es la única. Esta semana hemos visto otra en el Sáhara. Allí se han vuelto a destrozar los derechos de un pueblo. Ese pueblo saharaui que fue entregado a Marruecos por la dictadura moribunda y que hoy sigue padeciendo las consecuencias de aquella decisión y de la incapacidad de los gobiernos democráticos españoles de adoptar una posición que defienda a las personas que abandonó en su antigua colonia. Habrá quien diga que no hay que reabrir las heridas del pasado, pero es que muchas de ellas se reabren solas porque nunca fuimos capaces de curarlas.

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